El fin de semana, Ale (il mio amore) hizo pasta fresca en casa.
Esta vez quiso aventurarse con ravioles rellenos.
Salieron enormes, mucho más grandes de lo normal, porque es infinitamente más fácil hacer ravioles gigantes que esos pequeñitos perfectos que ves en los restaurantes.
Pero no te escribo para contarte sobre ravioles.
Atentiiii al movimiento:
Te escribo porque hubo un momento, mientras lo veía trabajar la masa, en que me quedé completamente hipnotizada.
Una bola de masa (harina y huevos) que cabe en un puño pasa una y otra vez por una maquinita manual que la estira.
Cada vez que atraviesa los rodillos, ajustamos la máquina un punto más.
Y así la masa se va alargando, adelgazando, transformando.
De pronto, lo que empezó como una bolita compacta se convierte en una tira de dos metros de pasta.
DOS metros.
De una bola de masa a DOS metros de posibilidades.
Hay algo profundamente revelador en ese proceso.
Hagamos zoom:
La masa no tiene ingredientes secretos ni espectaculares.
Es literalmente harina y huevo.
Lo que la transforma no es la originalidad de sus componentes, sino el movimiento.
Las manos que la amasan una y otra vez.
El reposo que la suaviza.
La máquina que la estira, la estira, la estira, hasta que toma cuerpo y se vuelve maleable, lista para convertirse en lo que quieras:
Ravioles, fettuccine, lasaña, pappardelle, tagliatelle… la cantidad de formas que existen en Italia es una cosa de locos.
Y aquí viene el giro inesperado:
Las ideas tampoco necesitan ser brillantes.
Una idea no es brillante porque así nació.
Las ideas son ingredientes simples que necesitan, sobre todo, movimiento.
Necesitan que las digas en voz alta, aunque suenen torpes al principio.
Necesitan que las escribas, aunque las primeras versiones sean un desastre.
Necesitan que las muevas, que las trabajes, que las dejes reposar cuando se ponen rígidas, y luego las vuelvas a estirar.
Lo que hace que una idea parezca espectacular no es que nadie más la haya pensado.
Es que alguien se quedó con ella lo suficiente como para trabajarla, para pasarla una y otra vez por sus manos y sus herramientas hasta que tomó forma, hasta que se estiró y se volvió algo con lo que se puede hacer mil cosas.
Una vez que tienes una idea estirada, con cuerpo, puedes llevarla a diferentes formatos.
Puedes escribir un ensayo, tener una conversación que transforma, hacer un carrusel, grabar un video, diseñar un servicio…
Puedes usarla de maneras que ni siquiera imaginabas cuando era solo una bolita compacta en tu mente.
Porque ya es parte de ti. Ya es parte de tu forma de ver el mundo.
Lo que te quiero decir es esto:
Las ideas se vuelven extraordinarias en el proceso. No antes.
Esa masa que vimos transformarse el fin de semana terminó siendo una comida que compartimos, que nos nutrió, que se convirtió en una noche juntos alrededor de la mesa.
Ya no era solo harina y huevo.
Era un momento, una experiencia, algo que dimos y recibimos.
Las ideas también son así.
Ingredientes simples en movimiento se transforman en algo que nutre.
En algo que compartimos.
En algo que deja de ser solo nuestro y se convierte en un puente hacia los demás.
Muchas personas tienen ideas hermosas.
Pocas tienen un espacio donde estirarlas hasta que se conviertan en posibilidades reales, en un puente sólido hacia los otros.
Para mí, ese espacio se llama Segunda Naturaleza:
El lugar donde acompaño a estirar ideas, encontrar raíces, darles cuerpo y convertirlas en dirección.
No es un curso que consumes sola.
Es el acompañamiento 1:1, que durante 4, 8 o 12 semanas, te ayuda a pasar de la bolita de masa a los dos metros de pasta.
Con todo lo que eso significa.
Si estás buscando ese tipo de proceso, AQUÍ te cuento más.
Hasta la próxima curva,
Liz.
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